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Las historias perdidas de un puerto olvidado (Tercera Parte)


Los Sueños de Sam


Buguis, tablas de surf largas, cortas, remachadas, remendadas, mal pegadas con resina quemada o cualquier otra pegamento que permite unir dos pedazos de algo; trozos de cera para agua caliente, correas viejas, quillas usadas, todo eso que todavía sirve, pero que se desecha porque ya no se ven bien que un surfero “cool” lo use. Pues éste es el tipo de cosas que uno podía encontrar en el “surf shop” de Sam –un gringo loco que además de su tienda, pretendía poner en marcha una escuela privada de surf en una de las playas más destruidas y violentas de la costa guatemalteca.


Sam viene de Texas, tiene 30 años, es güero y es alto. Se está quedando calvo y esconde el problema con una gorra permanente. También tiene los ojos azules, así como muchos de sus paisanos. Tiene dos aficiones: la fiesta y el surf. Habla mal el español, pero se da a entender. No entiende frases más elaboradas ni las hace, tampoco hace el esfuerzo. Le basta con las ideas que puede transmitir sin conjugar muy bien los verbos. Su mejor amigo es un pescador de 50 años que le enseñaba a lanzar la atarraya, pero Sam nunca pudo leer el mar ni lanzar correctamente la atarraya. Se hartó y siguió utilizando su caña para pescar.


Sam llegó aquí porque alguien le dijo que había buenas olas. Se hizo amigo de algunos surfistas locales y se juntó con la hermana de uno de ellos, La Tuti, que tiene unos 21 años “…or so she claims…” –dijo Sam cuando le pregunté a la Tuti por su edad. Ella parece de unos 17, no más. Cuando le pregunté a Sam por qué había decidido quedarse aquí, me dijo que le gustaba porque no había reglas: “En Estados Unidos hay muchas”. Aquí se puede tomar en las calles y en general en donde sea, algo que le gusta mucho hacer, además de pelear a gritos con su novia por cualquier cosa sin que nadie llame a la policía. Supongo que esto llevó a Sam a pensar que aquí había algún tipo de oportunidad para triunfar en algún negocio. Pero el que tenía en mente, no funcionó.


Sam pensó, en algún momento, que su escuela de surf atraería el turismo local de los guatemaltecos de las zonas un poco más lejanas a la costa y hasta a surfistas de otras partes del mundo. Los locales, claro, aprenden a deslizarse en las olas hasta con un pedazo de llanta. Dominan el mar, cualquier tabla sirve, su aspecto no los detiene. Pero a los turistas sí. A los turistas los detienen muchas cosas cuando piensan en este puerto o cuando por casualidad llegan aquí y terminan por irse después de un par de noches.


Su brillante idea, me decía borracho, tendría que haber funcionado así: daría clases privadas a los turistas, repararía tablas, se comunicaría con los surfos de otros lugares por medio del Facebook, daría hospedaje, haría paquetes “todo incluido” y pronto tendría muchos clientes internacionales; sería el punto de referencia en este lado de la costa porque de verdad que en esta playa las olas son buenas.


Pero la cosa no marchó. Porque verán, a Sam se le olvidaron todas las condiciones estructurales que hacían que ningún negocio en este puerto fuera realmente próspero. A Sam no le pasó por la cabeza que los turistas guatemaltecos que vienen a vacacionar a esta playa no tienen para pagar una clase de surf de 100Q la hora. Sus paquetes “todo incluido” –clases, hospedaje y una comida– no eran costeables para la gran mayoría; mucho menos los accesorios de surf cuyo precio representan un estilo de vida que el guatemalteco promedio simplemente no tiene –salvo sus élites. Ésas pueden ir a Hawaii a gastar su dinero y a aprender a surfear en tablas sofisticadas. Nunca vendrían a este lugar.


Y bueno, Sam nunca contempló que el turismo internacional aficionado al surf demanda más que buenas olas: playas limpias certificadas, productos locales y orgánicos y sin pesticidas o fertilizantes, ensaladas griegas, pizzas, panninis, smoothies, clases de yoga, papas fritas, cerveza, camastros, lo mismo que en todos lados sólo que más barato. Pero aquí sólo hay papas medio fritas y cerveza. Otra cosa: la pobreza debe irse de vacaciones, no hay que mostrarla a los turistas. Y la violencia, esa hay que esconderla entre las piedras.


Este puerto es uno de esos lugares en los que si uno no conoce a nadie, la cosa está de pensarse. Esta es una de tantas playas en las que más vale no dejar algo fuera del radar. La gente de los negocios frente al mar te advierte “no lleve nada de valor si se va a bañar”. Pero “lo de valor” –como muchas más cosas– es relativo: puede ser un par de chanclas, una toalla, una camisa… aquí no hay nada que no valga la pena llevarse pa’ su casa.


Sam no se acordó que aquí, las peleas a machetazos son comunes, seguido se encuentran en los esteros, ríos y campos de cultivo, cuerpos mutilados, molidos a palos o con dos o tres balazos. Los ajustes de cuentas, las detenciones, las extorsiones, los robos, las golpizas grupales y los pleitos entre las pandillas son parte de la vida cotidiana.


No es seguro caminar por esta playa. Hay partes que hasta los mismos locales salen apurados a decirle a los que no son de ahí que “es mejor no ir por allá porque asaltan”. Les estoy hablando de la playa a plena luz del día.


Doña Mari, que vende comida en el día y en las noches, me contaba mientras miraba el atardecer y preparaba la venta: “A veces se ven luces de lanchas por ahí, no se sabe qué botan al mar o qué traen para acá ¡Sólo Dios sabe lo que pasa en la noche! ¡No vaya usted a andar sola! ”.


Y lo mismo pasa en el pueblo del puerto. Porque a pesar de su aspecto tranquilo, Sam no pensó en los barrios justo frente a la playa por los que más vale no perderse junto con la humedad y el calor. En esos barrios caminan los pandilleros que son parte de esa juventud que no nos va a perdonar por haberla desamparado y que ya no les importa robarle a los turistas que les compran droga y les invitan cervezas.


En estos barrios hay pequeños negocios, pequeñas palapitas encima de algunas paredes de concreto que le dan sombra a las mesas maltratadas de madera o metal. La cerveza, la botana y los ajustes de cuentas se ordenan seguido bajo estos techos de palma. Nunca se sabe en cuál de estos lugares van a matar a alguien, de día o de noche; estos no son bares para turistas.


Además de todo esto, la playa está en el completo olvido desde el desastre del proyecto de la dársena que “secó” el muelle que ahora está en ruinas.


Latas, papeles, plástico, excremento, palos de madera, envolturas, basura y más basura dispersa entre la arena es lo que hay cuando caminas hacia cualquier lado.


Lo que sí dejó ese proyecto de desarrollo fallido fue un montón de bloques de concreto tirados en el mar que forman un brazo que ahora le sirve a los surferos locales de “máquina para olas”. Tira derechas largas y poderosas. Fuera de este punto, los locales surfean en mar abierto, ahí por el muelle, donde las olas son grandes: parecen dientes cerrando rápido para dar una mordida. Los revolcones son de pensarse, las olas te sumergen y no te dejan salir, las corrientes “el alfaque” como los locales las llaman, te arrastran mar adentro.


Eso casi le pasa a Sam cuando la locura empezó a engullirlo: una noche salió de su casa corriendo con su tabla de surf bajo el brazo; iba por la calle que atraviesa el parque y llega hasta la playa. Yo y un pandillero de la 18 nos atragantamos el trago de cerveza que teníamos en la garganta y nos miramos con los ojos desorbitados. Fuimos corriendo a verlo “ ¡no vaya a ser que ese pisao se tire al agua!” me dijo el dieciochero. Sam estaba completamente borracho cuando lo encontramos en la orilla del mar con el agua hasta los tobillos y la tabla flotando.


“!¿Qué te pasa pisao?! ¡Nadie te va a ir a traer al fondo cuando te lleve el alfaque! ¡Salte de ahí verga!”. Sam sólo chillaba, se reía, miraba hacia el puerto y nos decía desesperado con su acento gringo y caló guatemalteco “ ¡ Quierou verlou! Ahí hay un fantasma… ese fantasma pisaou en todo el puertou!”


No sé qué tanto más balbuceó en un idioma que no era ni inglés ni español, pero ya era normal verlo así todas las noches: después de dos, tres cervezas, se le transforma la mirada, luego de la cuarta le cambia la cara y se convierte en otro come mierda que casi a diario pelea con su mujer.


En la situación que vive el puerto, el alcohol desata la locura que deja a la gente embrutecer la desesperación y ahogar las frustraciones de un sistema que se los come. Sam toma y ahora comparte con ellos la desesperanza porque después de cinco meses su negocio no funciona. Llegó a este lugar entusiasmado. Pensó que su espíritu emprendedor, su iniciativa y sus ahorros como capital inicial echarían a andar el negocio de la escuela de surf.


Sam nunca entendió que no basta tener un espíritu emprendedor para tener éxito. Gente emprendedora aquí hay mucha. La realidad empezó a darle unos cuantos golpes en la cara cuando tuvo que despedir al hermano de su novia porque le pagaba muy poco por dar clases de surf y, simplemente, su cuñado decidió dejar plantados a los pocos clientes que tenía. Los turistas internacionales que llegaban terminaban asustados después de un par de noches, y se iban. Los clientes frecuentes de Sam eran los niños de la localidad a quienes les rentaba, por 5 o 10 quetzales, las tablas maltrechas o los buguis carcomidos. Eso era lo que podían pagar y sólo cuando los pobres patojos tenían algo que darle porque, en general Sam terminaba prestándoles todo. Los niños corrían en manadas de 6 a asomarse al “surf shop” a preguntarle si tenía rentados los buguis o las tablas. Se quedaban hooooras ahí miraaaando a Sam, esperaaaando a que les dijera que se los podían llevar. Entonces, pues la renta de tablas y buguis no era negocio, tampoco las clases de surf, los turistas huían, a Sam se le acababan los ahorros y tenía que pagar la renta del local y el wifi. Sam necesitaba dinero y entonces tomó la decisión de hacer lo que muchos de los lugareños han hecho: ir a Estados Unidos a trabajar.


La ironía acompañó a Sam a su patria querida a trabajar por tres meses y regresó a Guatemala a pagar sus gastos y reinvertir. Así fue. Pero pasó lo mismo.


El entusiasmo de Sam se fue apagando poco a poco porque finalmente sus tristes ganancias sólo le daban para consumir más cervezas por las noches. Sam se dedicó a tomar para ahogar sus frustraciones y, en sus delirios de alcohol, tratar de verle la cara a ese gran fantasma que se cierne sobre el puerto y que no deja que nadie prospere. Quería ver esa gran estructura que le había quitado sus ilusiones… pobre Sam, le destrozaron sus sueños.


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Los atardeceres aquí no tienen par: el sol enrojecido parece que incendia el muelle derruido. Un color amarillo brillante atraviesa todo el lugar y entonces el mar se despierta para escuchar y hablar a los lugareños del puerto. Porque sí, ellos le hablan, yo los he visto, le hablan al mar por las tardes cuando salen a surfear, a caminar y a bañarse en las olas, la gente aquí le confiesa sus pesares. Este atardecer es el único testigo de lo que cuenta este pueblo, él sabe las historias perdidas de la gente de este puerto olvidado.

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