"... no hay tal cosa como la sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias... y la gente primero debe cuidar de sí misma."
- Margaret Thatcher
Él
Tiene de esas miradas agudas que leen las intenciones que cargan las palabras. Pescador incansable. Rápido. Paciente. Siempre observando el imparable movimiento del mar; el agua, las olas, la espuma; los peces dentro del oleaje que nadan cuando suben los tumbos para romper con fuerza; el movimiento de las corrientes; la marea, el viento. Pandillero del Barrio 18. Astuto. Desconfiado. Siempre atento al intercambio de miradas, conversaciones y movimientos de la gente de este puerto. No se le va nada. Es viejo para ser pandillero, tiene 28 años y ha sobrevivido las peleas a muerte entre las clicas de su propia pandilla.
Yo lo conocí así: me retó un día con su mirada inquisitiva y me dijo en seco: “yo no me robé las sandalias del puesto. Andan diciendo que Caparazón me está poniendo el dedo ”. Sin titubear, le dije que era una confusión, que yo había dicho que los tres estábamos en el puesto de camisas y sandalias y que Caparazón no había dicho nada. Bueno, pues yo no le dije más. Di el asunto por resuelto, pero no lo convencí. Se bajó de la torre de salvavidas en la que yo siempre llegaba a sentarme y se fue. Yo le mentí para no delatar a ese joven que, como él y muchos otros, pescan, siembran, van, vienen y hacen cualquier cosa para ganar los pocos quetzales que les salva el estómago un día más –a ellos y a sus familias.
Caparazón también robaba. Pero la cosa es que le dio miedo que lo culparan por el robo y en un momento de pánico le puso el dedo a uno de los pandilleros con mejor fama para moler a golpes a cualquiera.
A él, yo ya lo había visto en la playa con sus caballos y su atarraya caminando hacia los esteros en donde se pesca.
Después de esa vez, me miraba con menos cautela y me saludaba cuando nos cruzábamos en la playa o en el pueblo. Luego comenzamos a hablar cerca del muelle en ruinas de este puerto al que le han arrancado todo. Y cuando digo todo, me refiero a todo: sentido de comunidad, recursos naturales, apoyo para los jóvenes, programas de desarrollo, crecimiento, cultura, salud, educación… todo. La solidaridad aquí es como los camarones de los esteros: ya casi no hay.
Lo que sí sobra es el individualismo sin medida que hace que los habitantes de este puerto se despojen y se destruyan entre ellos. A los más jóvenes, ya poco les importa vivir, morir, ahogarse en el mar, en el alcohol o las drogas; da igual pertenecer a una pandilla, robarle al vecino, al de la tienda, al de la esquina, a los turistas; extorsionar o matar; da lo mismo. Esa es su herencia: lo que importa es uno, no hay más.
La Margaret Thatcher hubiera vivido muy feliz aquí.
Me cuenta que de niño, para que aprendiera a nadar, su tío lo aventó sin piedad desde una madera podrida del muelle. Casi se ahoga, pero sobrevivió y nadó. Su abuela lo crió. Ella es su verdadera madre y dice sin chistar “ella es mi ruca”. Aprendió desde muy chico a sembrar, a criar animales y a pescar. No acabó la primaria. Junto con su abuela, caminaba distancias kilométricas para ir a vender chompipes que él tenía que cargar como si fuera Cristo crucificado. Le temblaban las piernas y se le quebraba la espalda, pero él andaba. Así creció, trabajando duro sólo para pasar hambre.
Él y su familia siempre han sembrado maíz para comer. Su abuela renta un pedazo de tierra que año con año tiene que pagar porque aquí la tierra no es de quien la trabaja. Aquí hay que pagar para sembrar, pagar para trabajar. Una de las crueldades más exitosas del neoliberalismo y de las injusticias sociales más amargas: la tierra se le renta a quien puede pagarla o a quien ofrece el mejor precio por ella. Los más hambrientos a merced del implacable mercado. Cada año, a él y a su familia, les cuesta cada vez más pagar la renta de la tierra. Seguro pronto se quedarán sin ella.
Como él, muchos otros jóvenes pescadores han visto cómo en un lapso de 10 años los recursos del mar y los esteros se han ido agotando.Entre las camaroneras, la pesca industrial desmedida, la falta de un sistema de drenaje apropiado y una larga lista de violenta explotación y descuido, los recursos marinos están al borde de la destrucción.
“Ya no hay, ya no abunda, te lo digo yo que he estado aquí !ya no da!”. Me dice, enojado después de volver con un quintal de camarones de un viaje de tres días a uno de los esteros más alejados.
Una tarde me dijo que las camaroneras que contaminan los esteros en los que pescan, llegaron al puerto con todo y sus ofensivos salarios de esclavitud. Él trabajó en una de esas empresas. Le exprimieron el cuerpo y le escupieron unos cuantos quetzales. Duró ahí algún tiempo hasta que se hartó de acabar destrozado después de 10 horas de trabajo por un sueldo miserable que no lo sacaría nunca de esa vida sórdida. Simplemente, ya no pudo más.
La necesidad es rala, seca, carcome; no tiene filtros. Es dura y aplasta a quien la padece.
Y así, otros pescadores aplastados, como él, decidieron robarle a una de las camaroneras. Él tenía que vencer el miedo, y así fue: se organizaron, observaron como se observa el mar; midieron, planearon, esperaron con paciencia; cargaron sus atarrayas, caminaron con la sombra y, uno por uno, todos lanzaron sus atarrayas y sacaron todo el camarón que pudieron de los criaderos.
Lo hicieron por meses.
Familias enteras contentas, otra vez abundaban los recursos; otra vez tenían para vender y comer; para sembrar y pagar la tierra. Hasta que los cacharon.
El castigo fue tortura y cárcel. La seguridad privada se divertía poniéndoles, a unos, miel en la cara para después bañarlos con hormigas; los arrastraban con caballos. Los golpes fueron el menor de los castigos, querían que delataran a los que escaparon. Él no pudo escapar. Lo sumergieron en un tanque lleno de agua colgado de los pies. “Pero yo aguanto el aire, ¡cuántas veces no me he ahogado ya!” Me dice enojado, frunciendo el ceño, torciendo la boca y echando el humo del cigarro por la boca. Alza la vista: “¡Esos come mierda no saben nada!”.
La tortura fue inmisericorde como en los días de la inquisición, pero hoy las empresas son la Santa Iglesia. Pocos, como él, aguantaron la tortura; los que no, desaparecieron, nunca más se supo de ellos. Todos confesaron el robo, ninguno delató a los que escaparon. Se habían unido en contra de la necesidad.
La justicia ciega los llevó a la cárcel. Llegaron con los cuerpos quebrados a las celdas “¿y ustedes?” les preguntaron. “Robamos camarón”.
En la cárcel se respeta a quien sobrevive y a quien no teme el castigo.
Él, al igual que los que sobrevivieron, siguieron pescando, siguieron mal viviendo. Pero para él ya todo había cambiado. El asunto es que él se dio cuenta que su vida no era nada para nadie, que nadie le ayudaría, que nadie tendría compasión ni por él ni por su familia, que la sociedad entera lo dejaría morir de hambre después de haberlo torturado y encerrado. Y sí, la tortura -ese infinito dolor del cuerpo del que nadie escapa y del que sólo la muerte nos libra- le enseñó que quien la conoce y la sobrevive, sin que su espíritu se rompa, y resiste; sabe bien a qué y a quién temerle.
A robar ya nunca tuvo miedo. Pocas cosas lo amedrentaban “por eso les digo a los patojos que se me ponen: yo he estado donde tú no has estado”.
Los 18 segundos que aguantó para entrar a una de las clicas más fuertes del Barrio 18 no fueron nada. Ahí se unió a los tantos que hay como él y que han entendido, gracias a nuestro sistema económico neoliberal, que la violencia genera ganancias. Entonces, misión tras misión; él robó, volvió a la cárcel, golpeó a los de la pandilla contraria, extorsionó, cobró rentas, asaltó tiendas, se enteró de asesinatos y se deshizo de la evidencia, botó partes de cuerpos a los ríos que pocos conocen; la gente le temía, nadie quería enemistarse con él. Pero entre clicas se traicionaron, se peleaban por el dominio de los puntos –así les llaman a los lugares donde se vende droga de la más baja calidad– y de los escuálidos puestecillos y negocios a los que extorsionan.
Las peleas entre las clícas del Barrio 18 en este puerto siguen la lógica del mercado sin freno que sólo se regula a través la violencia: el que tiene más territorio, genera más ganancias del cobro de extorsiones y la venta de droga. Por eso se pusieron el dedo entre pandilleros y otra vez, él sobrevivió.
Él duerme en el único cuarto de una casa de concreto y techo de lámina junto con su hermano y su primo. El resto de la familia duerme afuera: otros cuatro miembros más. El calor en este lugar es insoportable, incluso en la noche. Su primo lo ha escuchado hablar dormido “Si vieras lo que dice… !eh! !Por Dios que nadie lo oiga!”.
La última vez que lo vi fue en un pasillo obscuro de su barrio, fumaba un cigarro mientras me contaba “… es que... ¡yo sé muchas cosas! ¡Aaaa pa’ qué vergas! No saben quién está hablando y a todos… ¿te acuerdas del Chino? Lo encontraron muerto sin lengua y sin dedos ¡y yo sé quién lo hizo! Pero yo solito estoy en esto porque ¡simón! … no hay pa donde hacerse, mejor irse de aquí.”
Pero él nunca se fue, pidió paro por su ruca y se quedó. Él tuvo oportunidad de irse a los Estados Unidos antes de que todo se pusiera tan mal, pero nunca quiso, la pena, el hambre, la desesperación, la carencia y la muerte segura, las vivirá ahí. Y lo más seguro es que después de que su ruca muera, la pandilla lo vuelva a llamar “ahí sí ya no sé qué me va a pasar, me voy a tener que convertir en ese pisao que traigo dentro”. Sólo es cuestión de tiempo. Él sólo se culpa a sí mismo. Nos exime de nuestra estupidez: la violencia que él ahora ejerce, es la misma con la que nosotros le hemos arrancado sus recursos, explotado su vida y despojado de toda su humanidad. Lo hemos hecho para poder comer camarones baratos todo el año. Él no nos importa; ni siquiera sabemos quién es. Lo dejamos de ignorar cuando empezó a escupirnos a la cara que nosotros ya no le importamos.